RESILIENCIA III

Aunque hace setenta o más años que se empezó a emplear el término resiliencia asociado a la capacidad de superar el dolor, no ha sido sino hasta épocas más recientes, quizá los años 90, cuando la comunidad científica de Estados Unidos y Europa se interesó en el conocimiento de su etiología y fenotipo, no solo para estudiarla con un único método de investigación y establecer un concepto unívoco para la teoría y la clínica psiquiátrico-psicológica, sino también para entender formas de prevenir trastornos, establecer modelos inmunológicos, hallar modos de modificar patrones de riesgo y, en general, avanzar en materia de salud, particularmente de salud mental.

La razón principal de que siga siendo insuficiente el conocimiento que se tiene de este “constructo” es que en él intervienen múltiples factores. Hay opiniones divergentes en relación con el grado de participación genética en favor y en contra de la resiliencia,  aunque se acepta que, como mínimo, tiene un índice de transmisión hereditaria similar al de la ansiedad, o al del neuroticismo.

En el campo de las neurociencias, se ha descubierto que los eventos traumáticos producen cambios en los mecanismos de neurotransmisión que pueden afectar seriamente su función, y que  hay una innegable participación del sistema neuroendocrino en la prolongación en el tiempo y en la reaparición irruptiva de los malos recuerdos. Dicho de otra manera, los efectos del trauma pueden producir cambios en la neurotransmisión de dopamina, serotonina y norepinefrina, que impidan mantener la homeostasis y la plasticidad necesarias para funcionar sanamente, para superar el trauma, en fin, para ser resiliente.

En las ramas humanistas, psicoanálisis, psicología, sociología, trabajo social, etc., la investigación de la resiliencia ha contado con un bagaje que incluye la teoría del apego, los trabajos sobre adaptación, el análisis de factores de riesgo individuales y familiares, etc., que son en este momento los más útiles para elaborar una lista siempre provisional de características que contribuyen, en la clínica, a la identificación temprana de pacientes vulnerables, a intervenciones más efectivas y al desarrollo de nuevas técnicas terapéuticas.

Estas características son:

  • En el plano individual: capacidad de solucionar problemas, autonomía, capacidad de salir de ambientes perturbadores o tóxicos, capacidad de integrar recuerdos y emociones, competencias sociales, empatía, altruismo, aceptación social, tener una relación positiva con algún adulto.
  • En el plano familiar, ayuda la edad de los padres, un número de hijos menor a 5, nacimientos espaciados, suficiente espacio físico en la vivienda, disciplina educativa, calidad en la comunicación, interacción positiva, apoyo y afecto.

ROMAN SHUSTROV. Sin título

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